Todos los nombres


Agustín estaba mirando por la vidriera y vio a una chica con minifalda y botas de cuero, cruzó los dedos y dijo que entre, que entre y entró. De eso me perdí, porque estaba con la vista fija en la computadora. Me paré recién para ver a la figura con curvas por todos lados atravesando la puerta. Su voz vino cargada del timbre gangoso de cheta tarada “Hola, ¿tenés Cartas a un joven bailarín?”
(Lo dijo sin las bastardillas, pero uno le pone automáticamente las bastardillas a lo que los clientes dicen. A veces hay errores. Por ejemplo: “¿Tenés Cartas de amor de Nietzsche?”en vez de “Tenés Cartas de amor de Nietzsche?”)
Le dije que sí y fui a buscarlo. En donde tenía que estar no estaba. Antes de que pudiera decir nada Agustín se precipitó a buscar un ejemplar al depósito. Lucas se había quedado en su silla y no decía nada, creo que tampoco respiraba. Mientras caminaba, la chica iba agarrando libros que fue apilando en el mostrador. Me dijo, de nuevo con esa voz, “¿Qué tenés en francés bilingüe?”. Le dije que nada, que por ahí quedaba algo de poesía, pero nada de narrativa. Me preguntó si tenía algo de Mallarmé. Por sistema no aparecía ninguna ficha y no tenía ganas de buscar. Empujé a Lucas sacándolo de su estado de quieto embelesamiento. Fueron a la mesada en donde estaban los libros de poesía y volví a sentarme enfrente de mi computadora. De reojo vi cómo revolvían la pila de los Hiperión y ella iba separando, apenas mirando los títulos. Sonó el teléfono y atendí. Cuando corté vi que Agustín ya había vuelto con el libro y que estaba hablando con ella. Lucas se había quedado un poco de lado. Siguió con la razzia y la pila creció. En un momento preguntó si teníamos los diarios de Nijinsky. Ninguno de los tres había oído hablar de ese tipo y tuvimos que pedirle que nos deletree el apellido. No sin sorpresa, descubrimos el libro en cuestión sepultado en una estantería.
Sin pedir descuento ni cuotas sin interés, estiró una American Express dorada. Mientras pasaba la tarjeta preguntó “Ustedes deben leer mucho, ¿no?”. Su voz sumada a lo trillado de la pregunta generó miradas de reojo. No sé quién le contestó, pero una respuesta normalmente desinteresada y/o agresiva fue insólitamente amable. Su nombre y su apellido ocupaban dos líneas de su cédula de identidad: Agustina Picasso Mendizábal de Constantini. Chorreaba alcurnia por todos lados. Entablamos una conversación en la se mostró interesada por nuestros estudios y profesiones. Agustín se aventuró y preguntó qué hacía ella. Dijo, modestamente, que era artista y que no le estaba yendo nada mal. Nuevas miradas de reojo. Agustín preguntó más y ella deslizó que acaba de volver de Nueva York con su colectivo de arte y en breve se iban a París. Entrecruce de miradas sorprendidas.
Bajó la vista para firmar el recibo de la tarjeta. Agustín preguntó cómo se llamaba el grupo y ella dijo que Mondongo. Patadas por debajo del mostrador. Agarró sus bolsas y se despidió amablemente. El taconeo de sus botas la llevó hasta la 4 X 4 que la esperaba en la puerta. Tres pares de ojos enamorados la siguieron hasta que se perdió de vista.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

uno lee esto y sólo siente envidia.

Anónimo dijo...

Algún día contaré mi versión -mucho más fidedigna- del hecho en cuestión. De más está decir que me deja mucho mejor parado que esta falacia.