Está feliz: consiguió escapar. Al fin del mundo, a un pueblo de la costa uruguaya, a una casa blanca con nombre plural.
Un libro ajado se demora sobre su regazo. Apura la última tostada repleta de dulce de leche. Intenta esquivar a setenta años de angustia recién cumplidos. Abre el libro en cualquier parte y lo primero que lee es un epígrafe.y aunque la línea está cortada señalando el fin yo
sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.
Esas líneas la incomodan como incomoda la verdad. Es horrible lo que los libros pueden hacerte.
Los llamados fueron escasos. Su abogado, René y algunos insignificantes. No llaman su hijo ni el Barón. Los extraña. Sabe que si el Barón estuviera vivo, el primer llamado del día hubiera sido el suyo. Y su hijo, bueno. Es su hijo. Nunca entienden que las madres los queremos, siempre, a pesar de todo. Alarga las piernas sobre el borde de la terraza y estira los brazos. Todas las familias en el fondo son italianas, y todas las madres somos mafiosas.
Acaricia la esquina mocha del libro amarillado por el tiempo y la playa. Para alguien que espera las noches y las mareas altas, queda muchísimo del día por delante. Un libro y el mar la esperan. Busca un epígrafe más alentador para decidirse a seguir leyendo.
Ahora todo es diferente.
Le gusta. Sigue.
Y entonces, algo más allá, agazapado y tenso, veo el alado resplandor del Faro de La Paloma que sobrevuela con una guadaña de hoja amarilla las copas de los árboles del parque Andresito.
Se ríe y le viene a la cabeza el enojo de René cuando confundía siempre a chilenos con uruguayos, urugayos con argentinos y así. Al final es todo lo mismo. Encontró en Uruguay al libro de un argentino que escribe sobre Uruguay. Y, es más, escribe sobre el mismo pueblo en el que está ella.
Baja el libro, que sostiene muy cerca de los ojos para poder leer y disfruta la vista del faro. Cuando la pereza no es más camina hasta ahí y va juntando caracoles que acumula sobre su mesita de luz.
Asiente cuando lee que aquí la noche es alta y rumorosa. Tiene razón, Conti. Las noches son más rumorosas que en el mediterráneo. La idea de irse lejos (lejos, de todo) fue de René, su inefable amistad argentina. Hacete la Julia Roberts. Andá de incócnito (porque dijo incócnito y no incógnito). A algún lugar donde realmente no te conozcan. Yo me cansé de verte el culo con celulitis, pero los paparazzos no.
Cuando se arma a las apuradas una valija se pone cualquier cosa menos lo importante. Olvidó el Grisham que estaba leyendo con fruición. No lo consiguió en el aeropuerto. El viaje en avión alcanzó para imaginar veinte asesinos distintos. Sacude el pelo rubio cansado para sacárselo de la cara.
Después de encariñarse con la casa tan blanca empezó a dormir en el living. La luz que entra por el ventanal la despierta temprano pero no puede descansar sin sentir el mar a dos pasos. Cuando la marea sube, encierra la casa y siente que se mece en un barco. René la acusó de vieja romántica cuando le contó, pero lo cierto es que, por primera vez desde la muerte del Barón, disfruta más su presente de lo que añora el pasado compartido. Ese presente: la casa tan blanca, un faro, una isla llena de pájaros cerca de la cosa y el mar. Y un libro que la espera.
Y llego, voy llegando, ahora mismo llego hasta el mismísimo mar en la hermosa y nocturna bahía de La Paloma con su cerco de espumas a un lado y otro de la isla de la Tunta y detrás el bajo Speedwell, muy adentro en noche y el mar.
Le gusta tener el mar como antesala para la muerte. Eso no se lo dice a René. No se hubiera reído. Y la cara de René sin una sonrisa no es bella.
Se distrae facilmente y olvida cosas. Cada vez le hacen notar más lagunas y tolera dificultosamente la vergüenza de la edad.
Cuando recuerda que quedan algunas líneas de Conti (y sólo porque el libro sigue en su mano) siente la brutalidad de la pereza. El barón siempre disfrutó de su pereza. Hasta cuando follamos eres perezosa, pero te amo lo mismo.
Harta de la reposera moderna e incómoda se decide por los escalones de la entrada. Esos, los mismos que llevan al mar y quedan hundidos con la marea alta. Arrastra el pareo (el taparollos, dice René) en el que sigue buscando calor. Se acomoda en el anteúltimo escalón. Mete los pies en la arena y siente la humedad escondida abajo de la capa caliente de la superficie. Leé el último párrafo.
Bajo a la playa y camino sobre la arena mojada, cruzada por grandes manchas oscuras, en dirección a una luz que alumbra hasta el agua. Es la luz de la ventana de esa casa barco, Las Marianas, de mi amigo el capitán Alfonso Domínguez, alias Cojones, una luz que no se apaga nunca, ni en esta noche ni en cualquier otra de mi memoria. Ella perdurará como la luz del faro y es a partir de ahí que yo recupero y aun revivo a todos mis amigos. En dirección a esta luz, salí yo esta mañana del puerto de Buenos Aires y ahora catorce horas después, por fin doy con ella.
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