La noche boca arriba

Crecí en San Isidro. En una casa chica, pero en San Isidro. Cuando era chico compartíamos el cuarto tres hermanos. Después construyeron otro y sólo conviví con uno más. Ya adolescentes no nos soportábamos y mi madre optó por un sistema de durlock y maderas para generar dos ambientes a partir de uno. En palabras de mi tío: dos gabinetes de depilación.
Cuando quería estar solo no servían. Podía escuchar a mi hermano respirar a través del tabique. Ni cerrando los ojos tapandome con la almohada estaba solo.
Una vez, después de discutir con mi madre y sentir que el enojo (furia pura) me rebalsaba salí a caminar. Hacia ningún lado, sólo para cansarme. El cansancio mitiga el enojo.
Vivíamos en un ph en una calle que bordea la vía. Siempre dormí con las ruedas del tren como canción de luna. Cuando la discusión concluía, siempre abrupta con un portazo, salía. Había un pasillo largo, de treinta metros y después la calle, la noche y el silencio. Buenos Aires es un damero prolijo y en San Isidro es todavía más prolijo. Podía caminar treinta cuadras en línea recta sin tener que desviarme. No tenía que pensar, podía hundirme en la noche, en la complicidad del silencio.
Además del croar de las ranas y los pájaros nocturnos, no había más nada. En San Isidro de noche no hay nadie. La gente no ocupa el espacio público porque hay pocas plazas y las casas tienen jardín. Los únicos que están en las veredas de noche son los guardias en sus garitas en casa esquina. Normalmente, se conforman con un saludo. Una complicidad que les de su lugar en el mundo. A mi no me gustaba saludarlos. Primero por timidez pero después porque me hacían sentir un intruso en la calle. Lo era. Con los años crecí y empecé a mirarlos con desdén. Cuando te acercabas prendían la linterna para verte, para saber quien eras. Interrumpían mi ensoñación.  Ellos eran los intrusos en un espacio público.
Hoy salí de la casa de una amiga en Núñez, cerca de River donde las intersecciones de las calles ya no son tan rectas. Sentí en mi cuerpo la liviandad del silencio, de la soledad que no es fácil encontrarse en la ciudad. La luz blanca de la luna completó el cuadro perfecto.

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