Olor próvido

En mi colegio uno vivía en las escaleras. La columna vertebral del edificio más grande estaba elevada dos pisos y, además, el sistema de aulas no tenía mucho sentido. Vivías cruzándote con profesores y compañeros. La computadora que organizaba los horarios (tal pandemónium no podía tener orígen humano) alcanzaba su pico de ridículo cuando un profesor tenía que cambiar de aula junto con sus alumnos. Lo bueno de todo eso es que podías verte con tus amigos aunque no estuvieras en la misma clase.
En tercer o cuarto año una amiga, amiga de amigos en realidad, me dijo que le encantaba mi olor. Estábamos en el rellano de una de estas infinitas escaleras en uno de los también infinitos traslados diarios y había muchísimo sol. Natali, así se llama, me gustaba. Me encantaba que luchara por que todos supiéramos que su nombre era sin “e” final, con una especie de tilde imaginaria en la “i”: Natalí.
Nunca me habían dicho algo así, y como en ese momento de mi vida tendía a ver solo lo malo, me interesé en detalles de algo bueno.
¿Cómo, mi olor?
Es rico, es olor a vos. A limpio y a vos.
Me acerqué más a ella y acercó su nariz a mi mejilla.
A limpio, jaboncito y espuma de afeitar.
Escuché la voz que venía desde algún punto de mi cuello y decidí que oler bien era mejor que oler a nada. Estaba acostumbrado a la la letanía de mi madre que repetía que los perfumes y aromatizantes eran para tapar malos olores, que lo limpio tenía que oler a nada.
Desde ese momento me interesé un poco más en el olor de la gente. A diferenciarlos. Como con las comidas, a veces uno las disfruta sin interesarse en sus ingredientes. Con los olores pasa lo mismo. Me enamoré de olores. Aprendí a querer una bufanda con olor a alguien o a hundir mi cara en el cuello de alguien, donde termina el pelo, para respirarlo.

1 comentario:

Blue dijo...

En la distancia, eso es exactamente lo que más extraño: su olor. Y cuando lo tengo cerca no lo huelo, directamente lo respiro.