El sueño y el afecto

En algún momento del año empieza a perseguirme un estornudo infinito. La nariz se pone más roja y los ojos lagrimean por la alergia. Me convierto en un ser espantoso.
Obviamente (no puede ser de otra forma), alguien me mira encariñadísimo desde la montaña de pañuelos mocosos en la que terminó enterrado. Sin soltar una carilina húmeda (o el rollo de papel higiénico),  me envuelvo en la frazada, sacudo la cabeza y me pregunto cómo es que no huyó aún y sigue ahí a pesar de que le haya escupido medio pulmón entre tos y tos. Me escondo detrás del diario abierto y me refriego la nariz sin dejar de pensar.
De chiquito, cuando me enfermaba, mis perras se metían en la cama conmigo y nada más se iban para hacer pis o comer y volvían. Me encantaba sentir, entredormido, el peso y el calor de Joaquina o de Paquita encima mío. Hay gente que licua sus problemas haciendo deporte, matando gente. Los más originales intentan conversarlos.
Yo los resuelvo metido en mi cama, con los hombros tapados y la nariz sobresaliendo de la manta, abrazado a una almohada, mirando al sol desplazándose por las paredes de mi cuarto.

No hay comentarios: