El río sin orillas

Hace unos días vengo teniendo encuentro intensos con "la vecina de planta baja". Asi se hace llamar. Sin nombres o apellidos. Just la vecina de planta baja. Pero siempre habla en plural. Su mano está liviana, asi que asumí que vive con su just concubino.
Resulta que, aunque me tomo la molestia de vaciar regularmente la botella de seven up que uso para la manguerita del aire, ciertas gotitas insisten en su libre albedrío. Forman un charquito en el patio de los just vecinos de planta baja. Con cierto espíritu fatalista huelen el principio del fin en cada molécula de agua. Aparentemente, también los inspira para encontrar formas de liberar su pulsión de muerte. Ni bélico ni antipático (más bien, desenfadado) les abro sonriendo mi puerta cuando la aporrean (cada cincuenta gotas, más o menos). Siempre logré enterrar el hacha de guerra que empuñan y alcanza con decir "Ah, sorry sorry..eh..ehm...no vivo acá..es lo de una amiga..ehm..qué pena, ¿no? Sí sí..veré qué hacer". Pero hoy me indigné.
Al lado de la vecina estaba su novio. La vecina es una cosa de poco más de un metro veinte, con cara de "un tractor me pasó por encima" y un flequillo de "los treinta y cinco arrasaron con mis ganas de vivir". Pero su novio es alto. Y lindo. Tiene rulos al estilo San Isidro (prolijamente despeinados). Y un bidón vacío en la mano. Adorable. ¿Cómo puede ser que ella esté con él? Voy a pinchar el bidón. Es la única forma de hacerlo volver.

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