Calabozos y dragones

Mi primer recuerdo cívico es estar en la plaza con mi padre y mis hermanos el 24 de marzo.  Era más que chico, menos que adolescente. Tenía perfectamente en claro de qué se trataba. Papá era un publicista que sin ser glamouroso, tenía sus aires de dandy. El diario que leía era Clarín. Leía todos los diarios, pero si tenía que elegir, era Clarín.
Fue una sorpresa cuando, ya muerto, nos enteramos de que su viaje al sur y su alejamiento de Télam habían sido por sus ideas políticas. El marido militar de su madre putativa movió sus influencias para evitarle un final complicado. La leyenda cuenta que mi tío más grande, activista político en Paraguay, contrario al dictador de turno, fue el que ocasionó el autoexilio de mi familia. Familiares militares les dieron esa opción. Partir con lo puesto o morir.
La leyenda también cuenta que mi madre fue montonera. Que mi abuelo le pagó a un juez para que la borre de una causa y la escondió en un departamento de La Plata para que estudie y se quede tranquila y evitar riesgos. La agenda de su entonces novio había desaparecido  junto a él y era grave. Está viva, pero es leyenda porque es muy difícil que hable del tema. Cuando le preguntás hace un mohín con la boca o se hace la distraída, como una de esas madres de las novelas de Irving.
De chico me ponía a llorar cuando nombraban a Hitler y tenía miedo de los bigotes de Videla. La continuidad pelosa de la dictadura era algo que evidentemente me traumaba.
Mi madre se enojó mucho cuando mi hermano eligió a mi tío para la ceremonia de la entrega de sables. Los sables eran una réplica del sable del Libertador (a escala, todo a es escala), para los alumnos de la Escuela de Oficiales del Ejército de la Nación en la ocasión de su graduación del primer año. Mi madre lloró cuando mi hermano (pragmático, siempre), le dijo que fuera ella entonces. En la escuela militar de Campo de Mayo se paró en una fila de padres que, organizada y sincronizada al ritmo de una banda militar, fue entregando la espada a sus hijos.
No recuerdo si mamá se puso a llorar cuando vio a mi hermano mayor esquivando a las fuerzas del orden en la televisión, el 21 de diciembre. Tenía una idea muy difusa de la militancia de mi hermano que me parecía exagerada. Piquetero es una palabra que solo puede sonar fuerte. Cuando era adolescente y yo todavía no, se puso insistente con la ecología y eso me generó odio. Hacía que me guarde en el bolsillo los papeles de los sugus aunque estuvieran pegajosos hasta encontrar un tacho.
Mi colegio era una especie de Howgarts. Todo se resolvía en conciábulos más o menos secretos, más o menos claros. En todos se labraban actas (más o menos secretas también, pero todas poco claras). Cada clase de 25 alumnos elegía un delegado, que a su vez votaba un delegado, que a su vez votaba otro delegado. Los tres delegados de establecimiento tenían un acercamiento más intenso a la primera cuestión pública que conocí que fue mi colegio. Interactuaban con otros delegados (de padres, de profesores, de personal administrativo, etc). En ese sentido seguí lo que mi hermano había hecho. Y tuve mi primer contacto con la democracia, porque me di cuenta de que no hacía falta ser capaz, o bueno, o inteligente. Simplemente había que quererlo. Si a los demás no les interesa, te votan.



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